CAPÍTULO I

Principio.
Se tiende comúnmente a pensar que nada hay peor que la pérdida irreversible de un ser querido. Nada deja tras de sí vacío tan profundo (inundado por un frío desolador que se extiende por toda el alma), como esa pérdida. Nada se nos adhiere de forma tan asfixiantemente amarga, ni hurga en las entrañas de nuestra sensatez guiándonos por el camino de la ira primordial hasta la locura y el odio profundo a la propia vida, como ésta extirpación violenta del objeto de nuestros afectos. El dolor del espacio en blanco, dilatadamente aterrador tras un, sangrantemente rotundo, punto y final.

Buena muestra de ello nos la daría el joven Jan, hijo de la tercera generación de la Era de Diógenes, nato ya cautivo entre paredes de húmeda roca y educado en la nueva doctrina subterránea; donde la recolección de bienes y su almacenaje en las nuevas casas-cajonera son mandamientos fundamentales y otorgan un nuevo sentido a esta también nueva forma de vida.
Buena muestra de ello nos la daría el joven Jan si no fuera por que una pérfida cadena de hechos, que le condujo a abandonar el mundo en el que viva, no le hubiera mostrado un mal aún más lastimoso. Un dolor insondable, agudo y profundo. El flagelo con lo que aquello olvidado y devorado por el presente, renace; desgarrando la piel con la acidez efervescente de un veneno que licua todo tejido de esperanza. Fundiendo incluso la más cicatrizada armadura y abriendo puertas a trombas de la más agria hiel. Ahora, ante los ojos de Jan, el dolor causado por la pérdida del ser querido se volvía ridículo en contraste con ése nuevo dolor, cruel e insoportable, que nacía del reencuentro con su amada… tiempo después de verla morir.

Pero no es lícito inaugurar un relato con tan trágica escena, así como tampoco es conveniente anticipar acontecimientos de tanta trascendencia sin conocer a sus protagonistas y sus circunstancias.

Los tres últimos hombres del paraíso.
Imaginad la luz del sol envolviendo cálidamente la exuberante naturaleza, el siseo confidencial de las hojas bailarinas al frotarse unas con otras, el aire puro y vigorizante peinando las cabelleras verdosas de los valles, y el agua clara y cristalina brotando, luminosa y fresca, de la roca firme… Imaginad ahora que, tiempo ha, todo eso quedó reducido a tan solo la agradable escenografía de las fábulas contadas por aquellos que guardaban aún en sus memorias, sumergiéndose cada vez más en las turbias aguas del olvido, breves retales de experiencias vividas en una infancia lejana. La infancia de tres pobres ancianos acaecida más allá de los muros y corredores que ahora delimitaban su mundo. Recuerdos de parajes perdidos, abiertos, ilimitados… Tan extensos como pudiera llegarlo a ser la misma noción de extensión. Un mundo pretérito a la Era de Diógenes que ahora, des de la reclusión de los nuevos tiempos, se les antojaba vanagloriado por el filtro de la memoria y desligado de toda su naturaleza mundana. Un jardín perlado de delicias… perdidas para siempre. Un paraíso condenado por todos sus pecados. Pecados que se mofarían de aquellas banales chiquilladas bíblicas acometidas a dúo, donde fue solo la inocencia lo que movió a actuar, y no el saber ni el ansia de dominio de toda una especie.

Jan disfrutaba de los relatos que narraban los tres últimos hombres nacidos en el paraíso y por ello acudía diariamente a su encuentro, allí en sus cajoneras. Se deleitaba con cada uno de los pequeños detalles de sus narraciones, maravillándose al pensar que esos ojos, ahora secos y petrificados dentro de las cuencas de sus agrietados rostros, habían contemplado prodigios que él jamás sería capaz de imaginar y aun menos de hallar entre las laberínticas catacumbas en las que ahora transcurría la vida.
Mas esos ratos rememorativos y evocadores eran también aguardados por sus propios narradores, pues Jan era el único que mostraba interés por sus vivencias. Nadie acudió jamás con tanta devoción a escuchar a los ancianos e incluso sus vivencias habían sido menospreciadas siempre por aquellos que las habían escuchado alguna vez.
Ese desinterés general se debía al trasiego diario de la recolección de los hongos y las pequeñas criaturitas húmedas y crujientes de las que se alimentaban, así como de la recogida de agua de los pozos, sin olvidar las expediciones de reconocimiento y su previa preparación, que mantenían a la mayor parte de los habitantes de ese paraje constantemente ocupados…
O al menos eso alegaba Jan para excusar la manca de interés general hacia esas tertulias de las que personalmente quedaba tan satisfecho. Recibiendo por respuesta su esfuerzo por justificar cordialmente a sus aledaños el calor de tres sonrisas desdentadas.

-¡Jan!- se decían siempre los ancianos después de despedirse de él- nadie hizo honor como él a su nombre.
Lo que nunca imaginaron fue que sus relatos encaminarían al bueno de Jan hacia un destino nefasto.

Pero no es tampoco ahora momento de vestirse de luto por la desventura de nuestro héroe, pues aun no lo conocemos y desconocemos la naturaleza de las fieras a las que diariamente se enfrentaba.
Fieras terribles e implacables que vagaban perpetuamente entre los infinitos corredores que se extendían más allá de los tres cruces.

El bueno de Jan.
-Soy uno de seis. ¡Uno de seis! ¡Quiero pasar!
-No.
-Aun no se ven grietas.
-Cuando me agriete ya no tendré fuerzas para lo que quiero hacer.
-Cuando surjan las grietas podrás pasar.
-¡Soy uno de seis! ¡Uno de seis! Jan vendrá conmigo. ¿Verdad? No hay peligro.
-…
-Sin grietas el camino está cerrado.

Jan, nacido de entraña forastera junto a cinco hermanos, fue sorteado al morir su madre. Rifado entre todos para convertirse en compañía para uno.
Dado a luz, por estrecho sendero sin esperanza. Lanzado a un mundo hostil al que finalmente sobrevivió, doblemente afortunado y victorioso. Afortunado por sobrevivir a tan embotada estancia y resultando, de la inclemente expulsión de la cálida entraña materna, victorioso. Afortunado por recibir por compañía el alma más afable del nuevo hogar adoptivo. Resultando, de todas las tareas que se le asignaron, victorioso.
Su madre, liberada de las garras de las fieras y conducida a tierras seguras, lo parió ante las miradas de ojos ignorantes que nunca antes contemplaron escena igual. Ojos sorprendidos, gobernados por espíritus curiosos y corazones excitados, incapaces de imaginar que las nuevo-natas criaturas representarían el papel más valioso en los planes de supervivencia de todas las expediciones de expansión y búsqueda, y por tanto el más valioso para toda la comunidad.
Seis hijos prodigiosos, dotados con agudos sentidos. Capaces de descubrir fieras a más de tres cruces de distancia, se convirtieron en alarmas naturales que advertirían del peligro que lentamente se arrastraba por los túneles. Capaces de sobrevivir por sí mismos más allá de los tres cruces. Los hijos aventajados de la nueva Era.

Mas sin grietas visibles el paso estaba prohibido. Así lo dictaba la ley vigente en el punto de control del tercer cruce. Hasta que las grietas no le surcaran el rostro a uno, no se estaría autorizado a penetrar en tierras inseguras… Por mucho que uno fuese uno de seis, por mucha compañía prodigiosa que se tuviera… Ser uno de seis no le otorgaba a uno el poder de transgredir la ley, no señor. Ser uno de seis no significaba absolutamente nada. Y aun menos para los dos guardianes del cruce. Ser uno de seis solo era la señal que acreditaba que en una ocasión se tuvo un golpe de suerte. Un golpe de suerte y nada más.
Ese era el parecer de los guardianes, así fueron educados y nunca nada les haría cambiar.

-Vamos Jan. Alejémonos de este par de obsesos por el desgaste facial.
-…
-Vamos, buen Jan. Vamos…

Jan obedecía siempre, sin vacilación, las órdenes de su compañero.

-¡Uno de seis, dice!
-Ojalá el sorteo me hubiera favorecido a mí. ¡Vaya si no me hubiera llenado la panza hace tiempo!
-¿Crees que se puede comer?...
-¡Claro que sí! Estoy harto de setas y caracoles.
-¡Joder, y yo!... No está entero.
-¿Jan? No. Si estuviera entero no le hubiera puesto su mismo nombre. Yo no lo habría hecho si me hubiese tocado a mí. Si me hubiese tocado a mi, lo habría metido en la olla. ¡Odio las setas y los caracoles!

Jan volvió sobre sus pasos acompañado por su fiel y homónimo perro Jan, con quien compartía vida y nombre. Más allá del compañerismo, su relación se adentraba en el ámbito de la simbiótica, la complementación total, participando de una misma esencia vital: la de ser el bueno de Jan.
-Soy afortunado de tenerte, Jan. Tu y yo somos uno.
-…

Pasaron por el segundo cruce y ya estaban cerca del primero cuando el animal, girándose repentinamente, gimió aterrorizado. Olfateó frenéticamente el aire en dirección al tercer cruce y, profiriendo un alarido como Jan nunca había oído antes, emprendió una histérica carrera rumbo al hogar. El alarido lastimero resonó por los pasadizos metiéndose por todos los rincones de la comunidad donde los habitantes dejaron a un lado sus tareas rutinarias. Ahora, asustados por la alarma, abandonaban la recolección de alimentos y el filtraje del agua para agruparse en pequeños comités temblorosos, inconscientes aun del peligro que se acercaba al punto de control, éste, lejos de ser el habitual, cambiaría la noción que tenían de las fieras para siempre.
Se acercaba un nuevo peligro. Un nuevo peligro encarnado en un viejo conocido.

Los guardianes del cruce proseguían con sus disertaciones gastronómicas cuando en la esquina más próxima, más allá del territorio controlado, una zarpa horripilantemente humana se apoyaba, ensangrentada, sobre la pared alicatada. Un instante después, un tramo más allá, la zarpa se apoyaba de nuevo para dejar al retirarse una roja y llorosa huella estrellada, impresa justo debajo de un letrero que con letras grandes y blancas sobre un fondo verde desgastado por el tiempo, anunciaba:

METRO.
LÍNEA 4.

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