CAPÍTULO II

Naturaleza.
Miles de cuentos anteriores a la Era de Diógenes narraban horripilantes historias sobre pérfidos lobos. Lobos embaucadores y hambrientos, feroces y sanguinarios. Anónimos autores identificaban en ellos todo el mal de los hombres para prevenir a los chiquillos que los escuchaban atemorizados, hasta que al final de sus narraciones explotaban en eufórica alegría al oír como heroicos cazadores los mataban y desollaban por el bien común. Mas estas narraciones se perdieron por siempre y la metáfora que en ellas se reflejaba hacía ya tiempo que quedó anegada por las turbias aguas del mar del olvido.
Ahora, en plena Era de Diógenes, nada se sabía acerca de lobos. Nada se recordaba sobre sentencias de sabios que predicaban que el hombre era lobo para el hombre. Ahora el hombre era hombre para el hombre, y ser hombre podía significar, quizás, ser fiera. Fiera feroz y salvaje. Fiera fiera. Mas Jan nada sabía sobre lobos, nada sabía sobre metáforas ni nada sabía de pérfidas metamorfosis.
Los dientes de las fieras ya no eran colmillos, ni sus gritos eran aullidos. Con su piel no podrían confeccionarse alfombras. Sus dientes eran humanos y traslúcidos mas seguían clavándose en carne humana como los de aquellos lobos y sus ahogados gemidos seguían encogiendo el corazón de los hombres en las noches solitarias. Su piel ya no calentaba los pies a no ser que fuera a base de carreras y se les había convertido en papiro reseco y ajado por el paso del tiempo.

Para Jan, el peligro se ocultaba entre túneles de piedra firme, no en la profundidad de macabros bosques de ramas retorcidas. Las fieras y los hombres a su parecer compartían casi la misma naturaleza. Erguidos ambos sobre sus piernas rebuscaban entre las ruinas de un mundo condenado a la reclusión, esperando satisfacer sus deseos, apaciguando sus desazones. Fieras y hombres eran realmente las dos caras de una misma moneda y eso sería revelado pronto. El hombre y la fiera eran una y la misma cosa.
Lo que jamás se hubieran imaginado en la comunidad de Jan es que el hombre podía convertirse en fiera y volver hambriento hasta el hogar para sembrar en él la semilla de la tragedia y de la muerte. Un cambio de perspectiva se arrastraba hacia el tercer cruce para cambiar para siempre la concepción que los hijos de Diógenes tenían del peligro que les amenazaba.
Un amigo, un compañero, un familiar… un lobo traidor se acercaba dejando tras de sí gotitas de sangre, que ningún pájaro devoraría, señalando para siempre el camino hacia el hogar. Camino que seguirían tarde o temprano sus compañeros. Una horda de fieras que se agrupaban lejos, muy lejos aun, pero que en algún momento, inevitablemente, acabarían por seguir aquel rastro y entonces…

Los tres últimos hombres del paraíso.
-Entonces me hicieron entrar y después… oscuridad.
-¿Nada más?
-Nada más. Después ya estaba aquí, como tu. Y tu también.
-No sé que debió ocurrir…
-Recuerdo lo que decían mis padres. Apocalipsis.
-Apocalipsis.
-Apocalipsis.
-Apocalipsis, sí.
-Me suena.
-I a mi…
-¿Recordáis a vuestros padres?
-No.
-En absoluto.
-Yo sí.
El aullido estremecedor de Jan sembró agujas de hielo en el corazón de los tres ancianos, enmudeciéndoles por el pánico, angustiándoles profundamente. El terror que desprendía de ese alarido de alarma conmovía demasiado como para ladearlo.

-¿Qué ha sido eso?- pronunció uno de los ancianos tras un largo silencio.
-¿Jan?
-Jan.
-No vamos bien.
Armándose de valor se levantaron pesadamente y doblemente entumecidos, por el pánico y por la edad. Temblorosos se acercaron a los demás vecinos que empezaban a congestionar el primer cruce, lugar habitual de reunión y mercadeo.
Jan se acercaba ajetreado corriendo tras su inseparable compañero. Intentándole alcanzar y pidiéndole que se parase. Y ya estaba a punto de atraparlo cuando, al llegar a la multitud, una delicada mano se aferró a su brazo para llevarlo dentro de una cajonera.
El perro hallándose ya en tierra segura se tranquilizó y buscó el calor de la compañía de los tres ancianos, que era la única compañía que toleraba al mancarle la de su querido dueño. Los vecinos curiosos siguieron al perro con la mirada, tranquilizándose al ritmo que también lo hacía el animal.
-Tranquilo, eres un buen niño.- Susurró dulcemente uno de los ancianos acariciándole el lomo. -No sé qué puede haberle hecho chillar de ese modo…

Aquello que le había hecho chillar también hizo chillar a los dos vigilantes del tercer cruce.
Pero sus gritos fueron ahogados.
Los de uno por abruptas y burbujeantes gárgaras sangrientas, nacidas de la unión incisiva de los dientes de la fiera con el suave tejido de su cuello. Los del otro por el más profundo y crudo terror. Por un horror paralizante que le atravesó las entrañas.
La sangre salpicó la pared alicatada cuando la carne del pobre infeliz se desgarró deshilachada ante los ojos de su aterrorizado compañero que contempló la escena impotente. Con la total certeza que moriría del mismo modo. La sangre que brotaba de la carne viva de su compañero así como sus ojos clementes clavados en los suyos propios lo abrumaron de tal modo que nada pudo hacer por defenderse o huir.
Y cuando inevitablemente los dientes de la fiera abandonaron su primera presa para penetrar en su tierna carne, solo dos imágenes se cruzaron por su mente:
Un perro y una olla.
Y escurriéndosele la vida gota a gota, la sangre tiñó su camiseta y la orina su pantalón.

Los tres ancianos, ignorando los fluidos vitales que se derramaban a tan poca distancia, se dirigieron a su cajonera relajados al fin. Olvidando ya el clemente lamento del perro que tanto los había conmovido.
Pero alguien reavivó de nuevo las brasas de la histeria, chillando a voz en grito mientras señalaba con el dedo hacia el pasadizo por el que hacía breves instantes habían corrido los dos Janes.
-¡Una fiera!- Chilló con voz quebrada.- ¡Ha pasado el tercer cruce!
Y reinó el caos.

Carreras anticiparon empujones y los ahogos contuvieron las lágrimas que se derramarían cuando los ojos espiaran tras las puertas protectoras de sus respectivas cajoneras, queriendo ver lo que menos querían ver.
-Corred. Esconderos. Yo me ocupo.- Proclamo un hombre robusto, de torso desnudo, entre el ajetreo frenético de la muchedumbre. Era uno de los miembros del grupo de expansión y búsqueda (dedicado a expandir el territorio seguro más allá del tercer cruce). Se trataba de un hombre que doblaba la edad a Jan, en su rostro ya agrietado lucía una barba larga y blanca, y su pecho hinchado era duro como la roca. Las fieras para él eran su pan de cada día, y luchar contra ellas era algo mecánico grabado ya entre sus actos reflejos.
Todos se apartaron salvo él y los tres hombres del paraíso. Ellos contemplaban des de lejos la escena, paralizados. Dos atraídos por la rareza de lo que estaban presenciando. Uno anonadado por lo que contemplaba; saturado por lo que creía reconocer acercándose por el pasadizo.

Por el pasadizo apareció la fiera, arrastrando los pies y chorreando sangre ajena. Sus movimientos eran erráticos en comparación con los del hombre robusto, el cual tomó su lanza y la hizo girar con ambas manos delante de sí, para acabar dejándola reposar sobre su hombro mientras, torciendo la cabeza hacia un lado, hacía crujir su cuello.
-¡Venga, acércate! ¡Que no tenemos todo el día!- Desafió escupiendo al suelo.
La fiera se acercó lentamente pero sin pausas, levantando los brazos y arañando el aire como si intentara agarrarlo. Gemía frustrada por no tocar lo que veía moverse ante ella, pero paso a paso iba acercándose peligrosamente a su víctima. El hombre cogió su lanza con las dos manos y se precipitó en enérgica carrera alzando la punta de su arma para clavarla en el cuello de la fiera…
De repente de seis rincones de la comunidad sonaron los aullidos de los seis perros al unísono, provocando un gran escándalo que resonó entre las paredes estrechas y sobresaltando a todo el mundo.
El cazador falló su golpe.
No sería él quien mataría al lobo, tampoco quien lo desollara.
La lanza resbaló por el dorso del cuello de la fiera precipitando al robusto hombre entre sus brazos.
Atrapado entre sus zarpas, desarmado y desconcertado por haber fallado ahí donde siempre venció, el hombre que doblaba la edad de Jan intentó desembarazarse del abrazo mortífero que le ceñía.
La fiera intentó clavar los dientes en la dulce carne de su presa y el hombre ya notaba el contacto de sus dientes cuando de improviso la cabeza de la fiera giró sobre si misma acariciando con su pelo las barbas de su presa.
El crujir de su cuello enmudeció a los perros.
La fiera cayó sobre aquel que hubiera sido su víctima de no ser por la intervención de unas manos suaves y frágiles en apariencia.

Los tres ancianos se llevaron una sorpresa. Dos al comprobar quien había salvado a la comunidad, uno por reconocer durante toda la escena el rostro de la fiera.

El bueno de Jan.
Jan debió oler algo, algo peligroso, y corría como loco. Debía intentar atraparlo y calmarlo pues no quería tener más problemas. Ya lo miraban suficientemente mal como para encima montar un escándalo. Debía atrapar a Jan y consolarlo, calmarlo, los vigilantes del cruce ya se ocuparían de todo. No quería verlo sufrir ni perderle de vista. No quería perderlo de vista otra vez porque la última vez que lo perdió de vista…
¡Maldito vigilante! Ojalá recibiera lo que se merece. Lo odiaba, lo odiaba con toda su alma, y no solo por no dejarlo pasar más allá del tercer cruce. Lo odiaba por lo que había hecho la última vez que perdió a Jan de vista…

Eso pensaba Janque corría ahogado tras su amado perro hasta que fue interrumpido por las manos más suaves y blancas de toda la comunidad.
-Ven aquí Jan.
Eva era la criatura más dulce que Jan jamás había probado. Con ella se olvidaba de sus inquietudes más profundas par adquirir otras más punzantes y agudas, más cáusticas y efervescentes.
La dulce y pasional Eva. Amable y melosa. Fuerte y malcarada. Solo ella era capaz de hacerle olvidar a Jan el sufrimiento que le causaba el hecho de no saber donde estaba su perro. Solo ella podía hacerle olvidar el peligro el peligro amenazador de las fieras. La dulce Eva, menuda y perfumada. Ni bruna ni robusta, de cabellera roja y lisa, de cara fina y mirada felina. La pasional Eva, de amplias caderas y muslos firmes.

Jan no opuso resistencia a su secuestro fortuito y cedió sin oposición a la reclusión repentina en la cajonera de Eva. No protestó. Calló cuando sus labios cerraron su boca con tan dulce y mudo diálogo de ascuas y mordiscos.
-¿Dónde te habías metido, eh? Querías escaparte…
-Yo…- el pobre Jan, sobresaltado por la pasión de la frenética Eva, fue incapaz de añadir más palabras a su disertación.
-¿No tienes suficientes fieras aquí que las quieres ir a buscar fuera? Antes de que te devoren a saber donde, deja que te devoren en casa.
-Yo…- la devoraría. La mordería. Se la comería. Deseaba su piel y su carne tan intensamente que creyó perder el juicio.
Eva se le agarraba y arrapaba desesperada y, a cada beso que robaba de la boca de su amante, el motor que hervía en sus caderas aumentaba su fuerza dinámica. Un motor que giraba y giraba tomando las riendas el timón de su cuerpo, ladeando la razón, perdiéndola en mareas de anhelos febriles. La euforia empezaba a chorrear por todos sus poros y la fricción quemaba incandescente en lo más profundo de su motor…
Pero un aullido rasgo el tejido que la separaba de ese mundo hostil reventando la apasionada burbuja en la que se habían cobijado.

Eva, dura y cortante, no toleraba aquel tipo de intromisiones. Las odiaba. La cegaban de tal modo que, de improvisto, salió de su cajonera.
Jan ahogado por la pasión del momento asistió, incrédulo, a la escena más sorprendente que podía protagonizar su amada.

La dulce Eva, la melosa i tierna Eva, se acercó con decisión a la fiera que abrazaba al hombre robusto. Y poniéndose de puntillas y con una fuerza sobrehumana, nacida de la ira de la interrupción, retorció el cuello de la fiera. El crujir de los huesos resonó entre las paredes de hormigón. Y bajo la mirada perpleja del hombre barbudo, de los tres ancianos, de Jan y de aquellos que miraba escondidos tras sus puertas, proclamó a voz en grito:
-¡¿Es que no podemos tener ni un momento de tranquilidad?!- I girando sobre sí misma volvió a su cajonera donde Jan recibiría la más gloriosa muestra de aquella fuerza salvaje que se escondía dentro de ese cuerpo pequeño y delicado.

Más allá, uno de los tres ancianos como en trance susurraba de modo casi inaudible:
-Pa… dre…